domingo, noviembre 07, 2010

Ata.

Esta es la historia de una búsqueda, una búsqueda que empieza como tantas otras: encontrando algo.

Lo que nuestro protagonista encontró, en ese típico desván donde se encuentran cosas, ese típico desván americano que no tiene el 84% de las personas que viven en una ciudad, aunque mi historia se sitúa en una, fue una vieja maqueta grabada en un cassete, de un grupo llamado "Los Lechugos".

Miguelín escuchó la cinta, tenía 11 canciones, 8 en la cara A, y el resto (3, por si eres de letras) en la cara B (la cara C no se usaba por razones de inexistencia). Los títulos eran los siguientes: Somos Los Lechugos, Mirando la patata mohosa, Todo el mundo sabe que Mark Lenders era gitano, Cantamos en cursiva, Y AHORA EN MAYÚSCULAS, Yo no creo que violar a Pétalo sea malo y ahora os contaré el porqué, 2 y 2 son 5 porque lo decía mi profesor, Esta es nuestra última canción, ¡Qué no! Que era coña, No necesito ser feliz para beber, Ni para drogarme, pero que conste que no me drogo. Lo más curioso curioso de todo es que cada canción estaba cantado en un estilo distinto, menos la 6, que era instrumental, y la 11, que era totalmente hablada.

Por el resto de la cara B solo había predicciones de futuro y una forma de cocinar una estupenda sopa.

Miguelín fue a preguntarle a su padre sobre la cinta.

- Papá, ¿esta cinta es tuya? - preguntó Miguelín, como dije antes.
- ¡Coño! La cinta de Los Lechugos, no la veía desde que guardé en el desván para no tener que volver a verla jamás. Gracias, hijo. -contestó amablemente Rodolfo, el padre de Miguelín.
- ¿Quiénes eran estos?
- Pues no sabría decirte, mi memoria falla casualmente ahora respecto a ese tema.
- ¡Qué casualidad, papá!
- Lo sé hijo... Pero oye. Tengo una idea. ¿Por qué no dejas de ir a clase durante unas semanas y te dedicas a investigar el origen de la cinta?
- ¿A qué coño viene eso? - preguntó extrañado el muchacho.
- No sé, me pareció una buena idea higo.
- ...Hijo.
- ¡Eso!
- Ya no sabes ni hablar pepi.
- Papi.
- ¡Eso!

Miguelín hizo caso a su padre por primera vez desde que intentó usar la psicología invertida para tratar de que se duchase e hizo una mochila preparado pasar una inolvidable aventura (o no) por las calles de la ciudad.

Miguel Antonio Rubio Rojo era un muchacho de pelo oscuro, y de ojos negros, no se parecían en nada ni al tizón, ni al azabache, ni a la oscuridad de la noche dentro de una cueva sumida en la desesperanza, de hecho, eran marrones oscuros, y no negros, los ojos negros no existen. Tenía una estatura de apróximadamente 1 metro y 71'2147897914 centímetros (decimal arriba, decimal abajo) y pesaba entre 65 y 68 kilos, según la ropa que llevara y cuanto tiempo llevaba sin ir al baño. Solía vestir de marrón, que no de negro como sus ojos, y casi siempre llevaba ropa ancha, y también casi siempre una pulsera hecha con conchas que simbolizaba la amistad entre dos amigos que había comprado en un chino él mismo. Era joven de pocas palabras y muchos eructos. No era demasiado listo, pero a fuerza de jugar a rol durante 7 años de su vida había adquirido cierta habilidad para resolver situaciones donde hubiese que buscar información (y donde hubiese que matar ciertos monstruos, o huir de ellos, según la situación).

Empezó su aventura, y sacó de su mochila su portátil, lo puso sobre la mesa de su cuarto y se conectó a internet. Miró Tuenti, Facebook, paseó por sus blogs habituales y luego buscó en Google la discográfica que figuraba dentro caja de la cinta. NaboRecords no existía (al menos como discográfica), así que su siguiente paso fue buscar en Google y luego en GoogleMaps donde se encontraban los registros de la propiedad en la ciudad. Tras unos cuantos quebraderos de cabeza y de rechazar invitaciones a eventos, salió a la calle.

No era un día bueno, ni de tiempo ni de gente, la gente es mala; pero Miguelín se sentía bien, pensaba, muy en el fondo, casi sin pensarlo de verdad, que las tonterías son lo que dan sentido a la vida, nada de complejas ecuaciones matemáticas, y si hubiese conocido la frase de "La gente se pierde las pequeñas alegrías esperando la gran alegría" estaría completamente de acuerdo con ella, pero por desgracia, no era un hombre cultivado (o culto).

Fue en autobús hacia el registro. Durante el trayecto pudo haber pensado como la vida pasaba poco a poco frente a él mientras miraba por la ventana, y como todo parece moverse sin sentido, pero con un mismo fin, pero no, se enchufó los cascos y empezó a escuchar canciones sobre como la vida pasa poco a poco frente a uno, y todo parece un caos, pero siempre se va hacia alguna parte, y en el camino vas rimando.

Una señora se le acercó mientras miraba por la ventana y escuchaba una canción, mientras en su mente él se preguntaba cómo era posible que por estadística, de cada 20 intentos de correr, se tropezase siempre una vez. La mujer, entrada en años, muy entrada en años (los años parecían haber hecho una pancarta conmemorativa diciendo "aquí estamos"), le preguntó si el asiento de al lado estaba libre, cosa que la mujer, Miguelín y los años de la mujer sabían perfectamente.
- Ehm... Sí, lo está. - mientras Miguelín pronunciaba estas palabras, la anciana se sentaba.
- Muchas gracias, eres muy amable, ya no quedan jóvenes amables como tú. - dijo la viejecita, soltando el mismo discurso que soltaba siempre en los autobuses.
- Sí, parece que va a llover. - respondió Miguelín, que aún llevaba los cascos.
- Pues sí, la juventud de hoy en día... - la ancianita llevaba sonotones, así que la conversación fue perfecta.
- Se ha nublado muy rápido.
- ¿Sabes? Tengo un nieto de tu edad. - en realidad el nieto le sacaba a Miguelín 19 años.
- Bueno, esta es mi parada.
- Encantada de haberte conocido Miguelín.

Si Miguelín hubiese escuchado un poco más a sus mayores, quizás se habría preguntado por qué esa mujer muy entrada en años sabía su nombre, pero eso es algo que quedará siempre en el olvido, y no será otra historia que será contada en otro momento. Al bajarse del autobús quedó prácticamente delante de su destino, miró con aire decidido al edificio y masculló.

- Así que esta es la oficina de registro. Pues no parece tan grande.
- Ni que tú supieses cómo de grande era. - respondió una voz grave.
- Pero me lo imaginaba más grande.
- No te lo imaginabas. - este zagal de 24 años leía la mentira perfectamente en los ojos de Miguelín.
- Vale, no.
- Me llamo Juanma.
- Yo Ataulfo.
- Mentira.
- ¿Cómo que no? Mira mi carné de identidad.
- ¡Oh! - exclamó al contemplar la verdad.

Realmente Miguelín se llamaba Ataulfo Antonio Rubio Rojo, nunca sabré por qué me equivoqué de nombre, pero el caso es que Ataulfo había encontrado a su primer compañero de viaje.

- Bueno, me tengo que ir. Encantado de concocerte. - dijo Juanma mientras se daba la vuelta.
- Igualmente, Adiós. - y Ataulfo (Ata a partir de ahora) se despidió de Juanma para siempre.

Y esa es la historia del compañero de viaje que le duró más o menos 13 segundos a Ata.

2 comentarios:

Pablo Herrera dijo...

Esta historia es magnífica

Señor Rubio dijo...

¿Noto un deje melancólico en esta entrada?

No puede ser. Soy el Señor Rubio y soy un psicópata.