martes, noviembre 20, 2012

Cantinero de Cuba

Entró en el bar sin mucha preocupación en la cabeza, solo tratando de gastar un poco de su tiempo, tiempo que tenía a espuertas. No tenía ninguna gran afición, y las pequeñas aficiones no le robaban demasiado de su poco valioso tiempo.

El bar estaba casi vacío, un camarero, de piel oscura estaba sentado detrás de la barra con un periódico en las manos; una muchacha tomaba un café en una de las mesas mientras leía un libro, y un hombre, que parecía ciego por las gafas que llevaba, escuchaba música con sus cascos mientras acariciaba a su perro y tomaba algún tipo de bollo recubierto con chocolate.

Se acercó a la barra y pidió una cerveza, con alcohol, nada de esas mariconadas abstemias de hoy en día. Pagó el importe de 1'30 que costaba la caña, y se tragó con cierta avidez las patatas fritas que le habían puesto de aperitivo.

El camarero no era nadie, solo hombre de unos 30 años que regentaba (o simplemente despachaba) un pequeño bar a las afueras de la ciudad que no tenía nada de especial. Con ese pensamiento, le miró a la cara, y descubrió un semblante desprovisto de pena, tristeza o casi cualquier sentimiento negativo, solo un atisbo de melancolía, como la que había en el ambiente del bar. El bar era el camarero y el camarero era el bar, vivían juntos, en armonía, sin grandes preocupaciones, acompañados de un sonido de metrónomo que despedía el ventilador de madera, que parecía ir marcando el tiempo de sus vidas conjuntas (cuando lo único que hacía en realidad era girar, totalmente ajeno a la comparación metafísica que se le atribuía).

Era una bonita estampa, así que la retuvo para sí, no solo la imagen del bar, sino el sonido y todos sus pensamientos (acertados o no) sobre el camarero, que bien podría ser cubano o simplemente algo tiznadillo, pero que le recordaba a una canción. Apuró la caña y las patatas fritas, y se largó.

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