martes, marzo 24, 2015

El hombre que comía tomates.

Hubo un tiempo en el que todos los días me lo encontraba. Por la mañana, al ir a trabajar, y por la tarde, al volver. Era un hombre normal, no destacaba demasiado, incluso se parecía a mí un poco, pero la principal diferencia entre él y yo, y entre todas las personas que había visto en mi vida, es que siempre andaba por la calle comiendo un tomate como quien come una manzana.

Me lo crucé muchas veces durante mucho tiempo, era curiosa y graciosa la situación. Yo siempre me fijaba en él, y él parecía darse cuenta.

Me llegué a plantear si me perseguía, porque aquello no era normal. Sin embargo, lo único que hacíamos era encontrarnos por casualidad, a veces al otro lado de la calle, a veces en la misma acera, en ocasiones sentados en los bancos de algún parque. Pensé también que a lo mejor el pobre hombre a su vez se imaginaba que yo le seguía a él, pero por sus gestos al encontrarnos y al vernos sabía que, o nunca había tenía esa idea, o hacía tiempo que se le había ido de la cabeza. Recuerdo que su cara con el paso de las semanas cambió de extrañado a sorprendido, y de ahí a un semblante cómplice y divertido. Recuerdo especialmente cuando me miraba con los ojos por encima del tomate, mientras lo mordía, sus ojos se centraban en mí, y parecían escudriñarme; en esas ocasiones me sentía invadido por él de una manera inexplicable.

Nunca cruzamos palabra, me resultaba vergonzoso hablarle. Él tampoco me dirigió nunca la palabra, aunque creo que sus motivos eran otros, parecía disfrutar con la situación, no de una forma cínica o estúpida o algo así, sino más bien juguetona, inocente, como un niño que juega a ver quién se queda callado por más tiempo.

Siempre quise preguntarle “¿por qué tomates?”, pero nunca lo hice. Durante varios años me lo encontré en todas partes, y nunca fui capaz de hacerlo. Yo era un extraño para él, y él para mí; por mucho que nos viéramos, siempre me dio vergüenza. 

Pasado un tiempo, un día me di cuenta de quién era en realidad aquella persona. No fue un recuerdo repentino, un deja vu, una iluminación divina, una epifanía o algún tipo de catarsis. La información sobre su identidad simplemente saltó a mi cerebro, como si siempre hubiese estado ahí. Lejos de encajar todo, solo lo complicó aún más.

Resulta que el hombre en realidad era yo, no en un sentido metáforico en el que yo me proyectase en él, en verdad era yo. No estaba en la calle, estaba en mi cabeza.

Desde que lo descubrí, empecé a verle menos. Aunque ahora lo hallaba en cualquier parte, dentro de mi casa, en el trabajo, en los bares, incluso a veces en el espejo. Pero aún notaba que no me seguía, sino que simplemente nos encontrábamos.

Sabía que era yo, pero seguía siendo un extraño para mí. Ahora sí le preguntaba “¿Por qué tomates? ¡¿Por qué tomates?!”, pero se limitaba a sonreírme, como si la respuesta fuera evidente, como si me gustase a mí comer tomates por la calle.

Nunca fui a ningún psicólogo, médico o similar, no me hacía falta. Podía controlar perfectamente la situación, no me afectaba demasiado, e incluso en ocasiones resultaba reconfortante que estuviese ahí, como si tuviese alguien que me acompañase los días. Supongo que dirían que ese hombre y sus tomates era algún tipo de anhelo, de deseo, quizás una sombra de pasado o una idea de mi futuro, a lo mejor tenía todo que ver con mi infancia, o incluso con las relaciones por las que he pasado. Me lo planteé muchas veces, ninguna explicación me convencía, el hombre de los tomates era solo alguien que estaba ahí, no me afectaba para mal, ni tampoco para bien, era algo que ocurre, como suelen ocurrir las cosas en el mundo.

Cada vez lo veía menos, y cada vez su sonrisa parecía cambiar más de esa complicidad inicial, a esa mezcla de esperanza y pena que anteviene a la resignación.

Por fin dejé de verlo. Pero durante un tiempo continuaba pensando en él varias veces al día, hasta que ese pensamiento se acabó esfumando.

Tras muchos años sin siquiera pensar en él, lo volví a ver en una ocasión. No era una fecha especial, no estaba yo más alegre que triste, ni más triste que alegre, nada parecía motivar su reaparición, pero ahí estaba, feliz y sonriente como al principio, casi sin darse cuenta de que lo estaba mirando. Me echó una última mirada mientras terminaba de comerse el tomate, no fue una mirada penetrante, no fue una mirada cómplice; lo que vi en sus ojos fue una total despreocupación, como si todo en el mundo se resolviera a base de comer fruta roja. Dejó de mirarme, se dio la vuelta y se marchó calle arriba. Lo último que pude ver mientras se alejaba de espaldas fue que se chupaba los dedos.

No lo entendí, ni lo entiendo todavía.

Y ahora estoy aquí, parado delante de la frutería. Sin saber qué hacer.

1 comentario:

Anónimo dijo...

GUAO.
Me guuusta.
Si compras un tomate a lo mejor entras en el eterno bucle tomateril...