martes, diciembre 17, 2013

80% de descuento.

No estaba siendo un buen día para Domenec Capmo, acababa de terminar su jornada de trabajo diaria y comenzaba a sentir un pequeño dolor en el pecho, que en ocasiones le instaba a inspirar más fuertemente para llenar del todo los pulmones. No había sido un buen día, y ahora era incluso peor, inspirar fuertemente le hacía pensar en la factura que le llegaría dentro de pocos días a su cuenta. Decidió no ir a dormir a su ataúd habitual, aunque ello conllevase pagar ahora mismo un pequeño extra por dormir en una zona de la ciudad más céntrica; se sentía muy cansado, de modo que en cuanto entró en su espacioso nicho para dormir se sumió rápidamente en un profundo sueño tras preparar el despertador para seis horas más tarde.

Las cinco de la mañana. Faltaba una hora y media para que las luces artificiales de la ciudad iluminasen a todos los habitantes. Domenec se despertó en cuanto su pequeño reloj interno comenzó a emitir el pitido de despertador, se estiró como pudo durante unos instantes y luego salió del ataúd para terminar de desperezarse. Se dio cuenta de que ayer estaba tan cansado que olvidó que ahora se encontraba muy cerca de su trabajo y no tenía necesidad de estar levantado tan temprano. Con un leve movimiento de cabeza preprogramado por él mismo activó la pequeña pantalla adherida a su ojo izquierdo, y comenzó a revisar las facturas. Al parecer las grandes inspiraciones de aire del día anterior habían hecho que su consumo de aire se disparase, por lo que le tocaría pagar un buen suplemento por el excesivo gasto de éste. Resignado se fue hacia los baños públicos situados en el edificio-dormitorio donde se encontraba. Entró en el aseo, se metió en una cabina de higiene y se quitó su ligero monotraje gris marengo. Un primer chorro de polvo desinfectante lo envolvió desde todas las direcciones, y segundos después, el gas a presión terminó el trabajo de limpieza. Le sobraban todavía veinte segundos en la cabina, de modo que se colocó el monotraje dentro de ella, y después salió tranquilamente a mirarse en el espejo.

Le sobraba todavía una hora antes de tener que ir a trabajar, hacía mucho tiempo que no tenía tanto tiempo libre, de modo que se fue andando por la acera no direccional en vez de por las cintas transportadoras. Andar... hacia demasiado tiempo que no andaba tranquilamente. De pronto se acordó de correr. Empezó a recordar como de pequeño jugaba a ir detrás de otros niños y tocarlos, o cómo simplemente corrían para ver quién era el más rápido. Esos tiempos en la guardería y en la escuela primaria quedaron muy atrás. De pronto le entraron ganas de hacerlo, pero recordó la factura que acababa de revisar hace poco y pensó que no podría asumir una multa por correr en la calle. Mientras andaba de forma despreocupada pensando en esto, se percató de que un guardia de seguridad se le acercaba por el lateral, Domenec se paró y esperó al guarda, que al llegar se cuadró y comenzó a hablar.

- Señor, me temo que he pedirle que se marche de la vía no direccional.
- ¿He cometido alguna infracción señor?
- Me temo que sí, desde ayer a las 18:00 esta vía dejó de ser de libre acceso, la compañía a la que pertenece, la Carl Ols Wei, hizo el anunció públicamente ayer a las 17:35. Deberá abandonar la vía y pagar una multa en concepto de indemnización a la compañía.
- Oh... - Domenec no se sintió sorprendido, últimamente las compañías estaban deshabilitando las viejas vías para asegurarse de que la gente andase por las nuevas, que constituían un negocio más lucrativo. - Está bien.
- Sus datos ya han sido transferidos y la multa ha sido pagada. Deberá salir por el desvío más cercano. Buenos días tenga usted. - Y tras esto, el guarda se cruzó con Domenec y siguió su camino.

El día de hoy había empezado peor si cabe que el de ayer, y ese estúpido dolor en el pecho que le obligaba a tomar más aire del que debía comenzó de nuevo. Siguió su camino hasta el trabajo, la vía direccional era más cara por segundo que la no direccional, pero ahora mismo no tenía otra alternativa, pues su aeromóvil se encontraba muy lejos y, de todas formas, pagar por el espacio aéreo transitado era más caro que pagar por las vías. Por fin llegó al edificio donde trabajaba, un enorme complejo de oficinas de más de doscientos pisos, que se encargaba de administrar los espacios publicitarios en las fachadas de todos los edificios del sector 42 de la Zona Íbera. Aún le quedaban unos treinta minutos antes de tener que empezar a trabajar, dudó si sentarse durante ese tiempo en los bancos que se encontraban pegados a las paredes del edificio, pues al pertenecer a su compañía, el coste por su uso se le rebajaba un 70%, aún así prefirió encaminarse a su mesa. Ya había perdido suficiente dinero esta mañana andando y respirando.

Llegó a su terminal de trabajo, aún le sobraban veinte minutos hasta que su ordenador se encendiese y tuviese que comenzar a trabajar. Durante ese tiempo navegó por la red desde su ojo izquierdo y, sin atender realmente a lo que leía o veía, recordó un libro que le había recomendado hacía poco tiempo un contacto suyo en la Zona Siberiana. Buscó el libro, había sido escrito por lo menos hace dos siglos, y ya pocas eran las personas que lo compraban, por lo que el libro estaba bastante barato. Bóvedas de acero. Parecía un libro como otro cualquiera de los miles de millones que existían. Domenec compró el libro, y pocos segundos después comenzó a leerlo desde su ojo.

Lije Baley acababa de sentarse en su mesa cuando vio que R. Sammy lo miraba con expectación...

Leyó durante hasta que su terminal se encendió solo y le comunicó que tenía cinco horas de trabajo por delante hasta la hora del almuerzo. También le indicó que su ritmo de trabajo había descendido durante los últimos trece días, de modo que en la clasificación por rendimiento de la empresa se encontraba en el puesto 1.764. Había descendido ciento veintiocho puesto desde ayer, que implicaba que su comisión por productividad se vería reducida significativamente.

Después de tres horas de trabajo el dolor del pecho volvió, pero esta vez más fuerte que antes, ahora incluso le costaba respirar. Con resignación se levantó de su ergonómica silla pretendiendo dirigirse a la consulta del médico de la empresa asignado a esa planta. Un mensaje apareció en su terminal.

Ya ha usado los dos descansos programados para la primera parte de la jornada. Si no vuelve inmediatamente, conllevará una sanción disciplinaria.

Domenec se sentó. Y cumplió con su trabajo escrupulosamente hasta la hora convenida, haciendo pequeños altos para recuperarse del dolor que le acusaba cada vez más. Al menos mientras siguiera sentado en la silla, el aire respirado solo le costaba un 20%.

Su descanso de una hora para comer coincidía con el de todo el personal del edificio, incluidos los médicos. De modo que Domenec no tuvo más opción que comer en la cafetería, y esperar a que comenzase la segunda parte de la jornada para usar uno de los dos descansos para consultar al médico.

La comida tenía el mismo color gris de siempre, pero se podía elegir el sabor que se quisiera sin ningún coste adicional, aunque Domenec escogió un sabor recomendado aleatorio antes que enfrentarse a la tediosa decisión de elegir entre más de veinte mil sabores distintos que tenía disponibles. Comió en silencio en una larga mesa junto con sus compañeros de trabajo.

Terminó su comida altamente nutritiva con sabor a pato a la naranja y se quedó sentado leyendo en el mismo lugar donde había comido. La hora de almorzar terminó y todos volvieron a sus puestos de trabajo con una sincronía militar. Domenec no fue una excepción, casi sin proponérselo, al igual que el resto de trabajadores, formaron una ordenada fila que iba serpenteando por los pasillos hasta que todos estuvieron sentados donde se suponía que debían estar. Domenec se sentó, ahora tras la comida se encontraba mejor, así que decidió trabajar sin descanso hasta que se volviese a encontrar enfermo; era necesario aumentar la productividad cuanto pudiera. Sin embargo, el dolor volvió. Todo lo rápido que pudo andar sin correr se dirigió a la consulta del médico. Entró por la puerta y allí estaba el doctor fumando uno de esos antiguos cigarrillos electrónicos. Se levantó, cogió un diagnosticador y se paró frente a su nuevo paciente.

- Dígame, ¿qué le ocurre?
- Siento una presión en el pecho y me cuesta respirar. - Comentó Domenec sin mostrar ningún atisbo de preocupación mientras señalaba con la mano cerca del esternón.
- Ajá. - El doctor pasó de arriba a abajo el pequeño diagnosticador. Consultó brevemente el resultado en su ojo izquierdo y volvió a sentarse en su silla adaptada a la morfología humana. - Parece ser que tiene una angina. No es grave. Le recetaré un medicamento y deberá quedarse en su nicho-dormitorio sin hacer esfuerzos.
- ¿No puedo venir a trabajar?
- No, no puede. Además, el tratamiento produce cierto cansancio y somnolencia, de modo que no lo haría correctamente. - El doctor vio que la cara de Domenec hacia una mueca. - Tranquilícese, solo deberá guardar reposo un día, después podrá volver al trabajo. Tenemos bastante suerte en esta empresa ¿sabe? Podemos estar hasta dos días por baja médica y no nos despedirían. - se dejó caer un poco en su silla. - Sí, mucha suerte diría yo. Perderá su productividad, claro. Pero solo solo por un día.

Domenec salió de la consulta. Era, definitivamente, un día malo. La productividad suponía el 90% del sueldo diario. Volvió a su silla de trabajo y, con bastante esfuerzo, terminó las horas que le quedaban por delante.

Fue a comprar el medicamento que le habían encargado al dispensador automático más cercano, se metió en las vías y llegó hasta su ataúd habitual. No tenía nada de especial, pero era barato su alquiler diario y le proporcionaba cierta estabilidad mental el tener un lugar al que volver. Antes de entrar en él vio la publicidad proyectada sobre la pared llena de habitáculos.

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En ese momento recordó que hoy había hablado demasiado. Una vez con el guardia y otra con el médico.

Se metió dentro del ataúd, tramitó su baja por enfermedad desde su ojo y se tomó el medicamento. Consiguió leer unas pocas decenas de páginas antes de quedarse dormido. Y mientras estaba en su vigilia, recordó que se había gastado dinero en el libro... Todas sus deudas lo atenazaron de repente: había respirado demasiado aire, había caminado por la calle, había hablado demasiado, se había puesto enfermo.

El día siguiente se lo pasó leyendo. Terminó el libro. Pensó sobre él. Contactó de nuevo con su conocido en la Zona Siberiana y le preguntó si podía recomendarle otro libro. Crónicas Marcianas. Era también bastante antiguo y barato, y ya que ese día no iba usar la vía, invirtió ese dinero en el libro. Y comenzó a leer. Y lo terminó.

Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada.

Los dos libros que se había leído hablaban de mundos que nunca llegaron a suceder, mundos que habían sido bellos y que se volvieron fríos, contaban sobre civilizaciones que perdieron su rumbo y que, quizás, en algún momento volverían a encontrarlo.

Domenec lloró. En realidad no entendía el significado que albergaban los libros. Solo sabía que había algo triste en su historia, y que había algo triste en el mundo que narraban. Y le pareció que la ciudad desprendía la misma tristeza que le hacían sentir los libros. Pero al final, los libros se acababan y la ciudad permanecía, y eso lo acongojaba.

A la mañana siguiente Domenec se levantó sano, sin dolor. Pero no fue a trabajar.

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