En la tranquila villa de Rocanegra nunca se había contemplado un espectáculo igual, no solo era sorprendente, era peligroso. Cuando cayó aquél primer trozo de metal en la plaza principal nadie se lo podía creer, se acercaron lentamente para ver bien qué era. Un hacha, grande, pulida, de dos filos, de guerra ¿Se habría caído de un avión? Era lo más probable, aunque nadie había visto ninguna aeronave en esos momentos. Pronto de dónde había venido el objeto dejó de importar, pues fuera cual fuera su origen, de donde vino ésa venían más.
Aproximadamente un minuto después de que la primera hacha
viniera del cielo, cientos y miles de objetos similares comenzaron a caer sobre
el pueblo. La lluvia de hachas duró apenas cinco minutos, pero fueron más que
suficientes para destrozar casas, coches y todo lo que tuviese la desgracia
estar en el lugar equivocado.
Para desgracia del pequeño Álvaro Núñez, una parte
considerable de su brazo derecho estaba en el lugar equivocado en el momento en
que una de las enormes hachas caía desde el cielo.
En física, para cada acción hay una reacción de igual
magnitud y sentido opuesto. La magia no es muy distinta, aunque se suele decir,
simplemente, que toda magia tiene un precio.
Mil trescientos años antes del inusual monzón metálico
Rocanegra era una suerte de villa reconvertida en fortaleza, que se situaba en
el norte de lo que sería conocido como España. El avance de los moros hacia el
norte se estaba debilitando en ese tiempo, pero aún tenían suficiente fuerza
para conquistar unas cuantas poblaciones más.
Un antepasado del joven Álvaro, curiosamente llamado Alvar,
vivía también en Rocanegra. Éste, por medio de un pregón en la plaza del
pueblo, se había enterado de la inminente llegada de los invasores, estaban a
diez días de la amurallada villa. Todos en el pueblo sabían que no resistirían
el envite musulmán, pues contaban con suficientes efectivos como para sitiar y
asaltar.
Ante esta situación, las autoridades del pueblo no se ponían
de acuerdo, unos decían que debían huir, otros que debían luchar, y otros que
debían deponer inmediatamente las armas. Toda la villa estaba envuelta en el
caos, aun cuando todavía faltaban diez días para la batalla. Alvar, que contaba
con catorce años y una cabeza con demasiados pájaros resolvió que lo único que
podían hacer era pedir ayuda ¿Pero a quién? Los pueblos y fortalezas vecinos
estaban igual de asustados que ellos, y no se moverían hasta Rocanegra dejando
sus hogares desprotegidos. Las únicas ayudas con las que podían contar eran la
divina y la mágica, y viendo que la iglesia ya estaba atestada de gente,
decidió probar con la ayuda de naturaleza mística.
En el pueblo se contaba que una bruja habitaba por los montes
cercanos, se decía que era inmortal, y que poseía extraordinarios poderes,
incluso había quien hablaba de que la bruja había sobrevivido a un encuentro
con el Gaueko; lo cual, de ser cierto, supondría una hazaña considerable y una
verdadera muestra de poder. Alvar se encaminó hacia el monte en busca de la
mujer. El camino no era complicado, pero sí tedioso. Partió a la mañana
siguiente del pregón, tiempo de sobra para encontrar a la bruja y convencerla
de que salvase Rocanegra.
Los lugares por donde la habían visto no estaban demasiado
lejos, y pensó que antes de que anocheciera la encontraría, mas no fue
así. Tuvo que hacer noche en el camino.
Quedaban ocho días.
A través de sendas menos hospitalarias y tortuosas consiguió
llegar a una pequeña cueva donde había huellas recientes. Decidió entrar en la
cueva. Ésta era más larga de lo que podía pensar en un primer momento, pues siguió
durante unos pocos cientos de metros. Al doblar una esquina la luz proveniente
de la entrada cesó, pero una llama aparecía a lo lejos. Según se acercaba pudo
ir viendo como la cueva comenzaba a tener un aspecto habitable. Varias mesas y
estanterías se encontraban dispersas sin orden aparente, llenas de botes,
tarros y algún alambique. Alvar aún no podía ver a nadie. Según avanzaba hacia
la llama le llegaba un ligero olor a almizcle.
- ¡Alto ahí! – exhortó una voz unos metros más adelante.
Una figura ligeramente más pequeña que Alvar se levantó de
una silla que estaba en la oscuridad y avanzó hacia el muchacho. Al no estar ya
protegida por la penumbra, el joven pudo verle la cara. Era una mujer de una
belleza y una juventud sublime, muy lejos de la imagen que tenía en la cabeza
de las brujas inmortales.
- ¿Quién eres y qué quieres? – preguntó inquisitoriamente.
Para sorpresa de Alvar, la voz que salía de la bella mujer parecía la una
persona de ochenta años.
- Me llamo Alvar. – comenzó diciendo dubitativo, sin saber
cómo orientar su petición de ayuda. – Y vengo a pedirle que nos ayude contra
esos perros del sur que vienen a conquistar nuestra tierra. Por favor, nadie
más puede.
- Ah… ¿quieres que ayude a tu pueblo? Vienes de Rocanegra,
¿verdad? – Alvar asintió. – Pues creo que no podrá ser muchacho. Aunque pudiera
salir más allá de este bosque, cosa que no puedo, no tengo nada que ganar
ayudándote.
- ¡Pero los moros la matarán o la esclavizarán!
- Lo dudo bastante, la gente no puede rondar por aquí si yo
no lo permito.
- ¿Y cómo he podido entrar yo?
- Te lo he permitido muchachito, tenía curiosidad por saber
qué hacía un jovenzuelo como tú sólo por estos lares. – tras decir esto, una
sonora carcajada salió de la bruja.
- Por favor, ayúdenos. – suplicó Alvar.
- Mmm…
La bruja miró de arriba abajo a Alvar, con cara de interés.
Cerró los ojos y casi al instante comenzaron a titilarle ligeramente,
despidiendo un levísimo resplandor por dentro del párpado.
- ¡Ja! Está bien muchacho, te ayudaré. Pero como te he dicho,
no puedo salir más allá de mis dominios, así que te enseñaré lo que debes
hacer. Esos infieles no llegan aún ¿verdad?
- No, tardarán ocho días a partir de ahora. Dígame lo que he
de hacer, por favor, tengo que salvar mi pueblo. – la cara de Alvar parecía más
iluminada tras el cambio de opinión de la bruja.
- Bien, tiempo suficiente para enseñarte. Pero recuerda esto,
toda magia tiene un precio, un precio que tú has de pagar.
- Haré lo que sea señora… Eh… ¿Cómo debo llamarla? – preguntó
interesado Alvar, pues nunca había conocido el nombre de ninguna bruja.
- Mi nombre no te lo diré, conocer el nombre de una persona
es darte poder sobre esa persona. La muerte no puede llevarte si no conoce tu
nombre. El mío sólo ha sido pronunciado una vez en la vida, y nunca volverá a
pronunciarse.
- Eh… vale, está bien, la llamaré “señora”.
- Señorita, por favor. – tras decir esto sonrió, como una
jovencita de buena cuna de quince años haría. – Te quedarás siete días aquí,
con la primera luz del octavo día volverás al pueblo y los salvarás. Te lo
garantizo.
Tal y como había dicho la bruja sin nombre, Alvar se quedó
durante los siete días allí en la cueva. Solo salía para recoger algo de comida
y agua, y le parecía que la bruja nunca comía ni bebía. Lo que aprendió allí
dentro en esos días no se puede describir con exactitud con palabras,
precisamente porque lo que aprendió en ese tiempo fueron palabras. Palabras de
poder, capaces de esclavizar el tiempo y el espacio. Cada día aprendía una
nueva. Y debía aprenderla sin escucharla ni leerla, pues si la escuchabas o la
veías perdería su poder. La bruja le explicó que esas palabras solo podría
pronunciarlas una vez, después desaparecería su poder y todo recuerdo de haber
tenido la palabra en la mente.
- ¿Cuál es el precio de esta magia? – preguntó al segundo día
de estudio.
- El precio no es algo que se pueda saber. La magia siempre
se lleva algo de igual valor a lo que ha creado o destruido, puede que no sepas
qué es, puede que no se le lleve de ti, pero siempre se lleva algo.
- ¿Puedo morir si pronuncio las palabras?
- Sí. Es uno de los precios, si usas las palabras para
llevarte una vida, una vida será a cambio lo que se lleve de ti. Puede ser la
tuya, o puede no serla.
El último día, tras haber aprendido la última palabra, Alvar
se acercó a la bruja, y con cara seria, a la vez que cansada, le preguntó qué
motivo tenía para ayudarlo, pues no entendía que es lo que le hizo cambiar de
opinión.
- Querido muchacho, eso es algo que no conocerás. Al igual
que el nombre o las palabras, el conocimiento es poder, y da un poder inmenso.
Solo te diré, que cambié de opinión al observar cómo acabará todo esto.
- No me lo dirás ¿verdad?
- No, no lo haré.
Y ahí se acabó la conversación. Era entrada la noche y Alvar
se iría al día siguiente hacia su destino. Extraños sueños tuvo esa noche, eran
como recuerdos de una vida que no había vivido. Supo que estaba recordando la
vida de la bruja, era larga, muy antigua, le pareció estar recordando eras; al
final, justo antes de despertar, viendo como un bebé, que supo que era la
bruja, un susurro le llegó y le recitó un nombre.
Minutos después de despuntar el sol, Alvar ya se había puesto
en marcha. La bruja estaba sentada en esa silla en la que la vio por primera
vez, oscura y silenciosa. Esta vez, le oyó susurrar las palabras: “Suerte,
Alvar”.
A Alvar se le estremeció el cuerpo. El nombre es
conocimiento, saber el nombre de alguien es tener poder sobre esa persona. No
recordaba haberle dicho nunca a la bruja su nombre, y tampoco recordaba que
ésta se lo hubiese preguntado. “Es una bruja”, pensó finalmente, las brujas
saben cosas.
El aguerrido muchacho consiguió llegar al pueblo antes del
ataque. Algunos habitantes habían huido, pero el resto estaba preparado para
luchar y resistir.
Con el sol del mediodía un explorador volvió a Rocanegra y
avisó que en una hora llegarían los moros. Alvar, ataviado con una pequeña
hacha y un casco, subió a lo alto de la torre de la muralla que daba al lugar
por el que debían venir los invasores. Finalmente los vio venir. Eran muchos,
muchísimos. Unos ocho mil calculó, demasiados para asediar un pequeño que hacía
las veces de fortaleza.
El ataque comenzó con una gran lluvia de flechas sobre la
villa. Mientras la gente trataba de protegerse, Alvar pronunció la primera
palabra, cuya traducción más cercana a la realidad sería “Aire”. Tras esto, las
flechas se desvanecieron en pequeñas volutas de humo.
Los musulmanes no se dieron cuenta de lo que ocurrió con sus
flechas, así que continuaron con su siguiente paso. Avanzaron hacia la puerta
con un gran ariete, mientras algunos de ellos eran asaetados por los pocos
arqueros que defendían la muralla. Antes que el primer golpe llegase a la
puerta, Alvar pronunció la segunda palabra: “Roca”. En vano trataron los moros
de derribar la puerta más de media hora.
Intentaron asaltar la ciudad con escalas, decenas de escalas
fueron llevadas a las murallas del pueblo. Mientras cientos de enemigos subían,
el aprendiz de brujo pronunció la tercera palabra: “Podredumbre”. Las escaleras
de madera se deshicieron en miles de pedazos, y muchos de los enemigos se
estrellaron contra el suelo, donde murieron. Los moros no entendieron qué
ocurrió con son sus escalas, pero no le dieron más importancia y, viendo que no
podían asaltar la ciudad, trataron de quemarla.
Prendieron fuego a la puerta del pueblo y las vigas de madera
que pudieron encontrar, esperando que los muros de la fortaleza acabasen por
sucumbir. Poco tiempo les duró. “Burbuja”. Y todo fuego desapareció.
Después del último intento fallido, los moros decidieron
asediar Rocanegra. Se retiraron unos cientos de metros y comenzaron a montar un
campamento. Alvar no lo permitió. “Hambre”. En unas pocas horas, todo el
ejército musulmán comenzó a sentirse hambriento. Pero, en lugar de retirarse,
decidieron emprender un último ataque. Hambrientos y cansados, consiguieron
traer una catapulta, que reservaban para asediar fortalezas más grandes y
complicadas de lo que en teoría era esta.
A Alvar sólo le quedaban dos palabras, y tenía miedo de
usarlas de forma ofensiva por temor a que la magia se cobrase el precio con su
vida o la de sus vecinos. Así que resolvió no usarlas de ese modo. Los enemigos
montaron una gran roca en la máquina. “Grito”. Esa roca, y todas las enormes
rocas que tenían los moros estallaron en mil pedazos. Sólo quedaba una palabra,
pero los atacantes no parecían cejar en su empeño de tomar la villa. Estos,
desesperados, montaron en la catapulta todas armas que tenían de reserva, que
habían sido robadas a los que habían derrotado tiempo atrás. Llenaron la
catapulta con hachas… y las lanzaron.
- ¡Tiempo! – gritó Alvar.
La mortífera lluvia de acero desapareció en el aire, con un
destino desconocido para todos los que presenciaron el milagro.
Los musulmanes, sumidos en la impotencia y hambrientos,
decidieron retirarse. Rocanegra había sido salvada. Alvar se preguntaba qué
precio había pagado por cada una de las palabras pronunciadas, sin embargo, no
pareció que nada raro hubiese pasado (más allá de la magia que él había
utilizado).
Mil trescientos años más tarde acontecía la increíble lluvia
de hachas en el Rocanegra actual. El brazo seccionado de Álvaro Núñez,
descendiente de Alvar, yacía en el suelo. Álvaro no tardó en morir desangrado.
Si hubiese vivido, el pequeño Álvaro se hubiese convertido en
un diplomático de renombre, que hubiese luchado y abogado por integración de
las personas que profesan la fe musulmana en España, evitando así muchos
conflictos, y haciendo la vida de la gente más feliz. Todo por seguir su modelo
de héroe, que no era otro que su antepasado, del que tantas historias de valor
se contaron. Sin embargo, toda magia tiene su precio, aunque se cobre cientos
de años en el futuro, y Alvar, sin saberlo, se lo hizo pagar a su descendiente
y a cientos de personas que no tuvieron la suerte de conocerle.
No solo la magia tiene consecuencias inesperadas, también las
intenciones. Aunque Alvar salvó a su pueblo, y a sus habitantes, gracias a sus
buenas intenciones, condenó al mismo pueblo, en el futuro, a sufrir el mal que
él había evadido. Fue incapaz de comprender el concepto de poder de las
palabras. La bruja conocía todas las palabras, pues no había pronunciado nunca
ninguna.
2 comentarios:
Trabajo para la asignatura de Escritura Narrativa.
Me gusta mucho la historia! Pero aquí te has comido una palabra " demasiados para asediar un pequeño que hacía las veces de fortaleza." supongo que será un pequeño algo, ahora tengo intriga y quiero saber que hacía de fortaleza!
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